ENTRE LOS AFICIONADOS AL FÚTBOL QUE CUENTAN CON LA EDAD SUFICIENTE PARA HABER CONTEMPLADO CON SUS PROPIOS OJOS A TODOS LOS JUGADORES QUE, EN ALGÚN MOMENTO, HAN COMPETIDO POR OBTENER LA ETIQUETA DE MEJOR FUTBOLISTA DE TODOS LOS TIEMPOS, LA OPINIÓN ES PRÁCTICAMENTE UNÁNIME, AL MENOS ENTRE AQUELLOS QUE HAN NACIDO Y VIVIDO EL FÚTBOL EN EUROPA: EL MEJOR DE TODOS, POR DELANTE DE DIEGO ARMANDO MARADONA Y DE EDSON ARANTES DO NASCIMENTO «PELÉ», HA SIDO ALFREDO DI STÉFANO.
Contenido
LA LEYENDA DEL MEJOR EQUIPO DE LA HISTORIA
Don Alfredo está en el origen del considerado como mejor club del mundo, el Real Madrid. Su candidatura a mejor futbolista de todos los tiempos radica en su influencia total en la construcción de la leyenda blanca, de la que es parte esencial. La historia de la entidad de Chamartín y Di Stéfano está indisolublemente unida. Cierto es que, cuando llegó a la capital de España, la carrera del astro argentino ya tenía un pasado brillante, de futbolista grande pero fue en el Real Madrid donde alcanzó una dimensión completamente distinta.
El punto negro en la trayectoria de Di Stéfano es no haber nunca brillado en los campeonatos del Mundo. A diferencia de Maradona y Pelé, que construyen su mito en torno al torneo más importante de selecciones, Di Stéfano no disputó campeonato alguno, o al menos en las condiciones mínimas para poder brillar. Cuando pudo hacerlo vistiendo la camiseta de Argentina, el Mundial estaba «en suspenso» por la postguerra mundial; y cuando se enfundó la Roja de España en el Mundial de Chile-62, una inoportuna lesión le dejó fuera de juego. España, que contaba con la participación del genio para revertir su tradicional mala actuación en los campeonatos del Mundo, se quedó con las ganas y tuvo que hacer las maletas de vuelta en la primera fase del torneo.

Por eso, para entender la grandeza de la Saeta rubia, como le llamaron ya en sus tiempos de Argentina por su velocidad y su pelo rubio, hay que hacer referencia a la Copa de Europa, la competición que «inventaron» el presidente del Real Madrid, Santiago Bernabéu, y el director del periódico francés L’ Equipe, Gabriel Hanot. Un invento colosal que fue un auténtico éxito desde su puesta en marcha y que con el paso del tiempo se ha convertido no solo en la mejor competición del mundo a nivel de clubes, sino también en toda una seña de identidad de la Europa unida políticamente. El peso específico de la actual Champions League es tan grande que ningún jugador puede considerarse un crack sin haber triunfado en la competición más exigente de cuantas existen.
Si el prestigio de la orejona no tiene parangón es, entre otras cuestiones, gracias a que en sus orígenes hombres como Alfredo Di Stéfano la dignificaron hasta límites insospechados.
EL MADRID ANTES DE DI STÉFANO
Los libros de historia cuentan que el Real Madrid se fundó en 1902. Eso es lo que dicen las hemerotecas, pero la realidad es que el club blanco no despegó hasta el 23 de septiembre de 1953. Ese día debutó con la entidad de Chamartín un jugador llamado a cambiar radicalmente la historia del club y que había desembarcado en Madrid, tras protagonizar un rocambolesco episodio a cuatro bandas entre el River Plate, su club de origen; Millonarios de Bogotá, el equipo al que había «huido» por la huelga que azotó al fútbol argentino en 1949; y el Barcelona y el Real Madrid, que pretendían hacerse con sus servicios. El presidente Bernabéu se llevó el gato al agua. Una decisión que cambió la historia del fútbol… y que continúa siendo polémica sesenta años después, pues en Barcelona nunca se ha dejado de pensar que la intervención del régimen franquista fue crucial para que el argentino terminara vistiendo de blanco cuando incluso había llegado a firmar contrato con los azulgrana.
Bernabéu se había quedado prendado de la calidad de un futbolista que había jugado en el estadio de Chamartín -aún no se llamaba Bernabéu- con motivo de las Bodas de Oro de la entidad. Desde ese momento, el principal objetivo fue hacerse con la ficha de aquel futbolista argentino, canchero como ninguno, que recorría el mundo siendo uno de los principales jugadores del conocido como Ballet azul, el formidable Millonarios de Bogotá que entre 1949 y 1953 reunió en Colombia a un auténtico elenco de estrellas de primerísimo nivel. Al Millonarios había llegado Di Stéfano de la mano de Pedernera, uno de sus ídolos de juventud, y un jugador al que admiraba profundamente por formar parte de aquel formidable conjunto de River Plate apodado La Máquina.
Una huelga salvaje en el fútbol argentino propició que muchos futbolistas abandonaran el campeonato con intención de seguir viviendo del fútbol. En Bogotá se gestó un proyecto con un gran músculo financiero que, a caballo del final de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta, unos años en los que aún no existía la Copa Libertadores, arrasó en el campeonato doméstico y en las giras repletas de partidos de exhibición que se hacían por entonces. En ese Ballet azul jugaron hombres de veintiún países distintos, pero contó con una mayoría de jugadores argentinos. Era una especie de legión extranjera del fútbol. Soldados de fortuna con un denominador común: su enorme calidad.
Di Stéfano era, sin duda alguna, el mejor de todos ellos. Con los de Bogotá jugó doscientos noventa y cuatro partidos, en los que hizo doscientos sesenta y siete goles. Una cifra descomunal que habla por sí sola de la gran facilidad que Di Stéfano siempre tuvo para ver la puerta contraria.
A Millonarios había llegado desde Buenos Aires. Nacido en Barracas, un barrio de clase media y con gran peso en la capital argentina, el carácter competitivo y luchador hasta la extenuación que siempre le caracterizó lo había heredado de la fuerza de voluntad de su abuelo Miguel, el primer Di Stéfano en desembarcar en Argentina, procedente de la isla de Capri, como muchos otros millones de italianos, con el único objetivo de labrarse un futuro mejor lejos de una tierra que en esos momentos parecía incapaz de ofrecérselo.
MEZCLA DE CULTURAS
Di Stéfano siempre fue una mezcla de culturas, con todo lo bueno que esa circunstancia lleva aparejada. Abuelos italianos y madre de procedencia francesa e irlandesa. Sangre de muchos lugares para un chico que aprendió jugando al fútbol en lo que él siempre denominó la academia de la calle.
El fútbol de Di Stéfano no es otro que el de los potreros que poblaban los barrios de las grandes ciudades argentinas en la primera mitad del siglo XIX. Espacios donde muchas veces no ganaba el mejor, sino el que peleaba más o el que tenía un carácter más indomable. Di Stéfano no solo tenía un carácter competitivo al máximo y una personalidad luchadora que no le permitía izar nunca la bandera blanca, sino que, encima, era el mejor. Un fuera de serie. Y tenía unas ganas inmensas de ser futbolista. Si no lo hubiera sido, su futuro se habría dirigido a la explotación agraria que su familia tenía en las cercanías de Buenos Aires, una extensión que daba para comer a una familia numerosa de los años treinta en Argentina, lo que no era poca cosa. Desde la granja acudía todos los fines de semana al Monumental de Núñez para ver los partidos del River Plate, equipo del que siempre fue fiel seguidor y del que, sobre todo, admiró a los futbolistas que le tocó contemplar desde las gradas.
El estilo de juego de Di Stéfano siempre tuvo ese punto canchero y barrial que solo el que se ha criado en las calles con un balón en los pies puede detectar. Ante todo, era un jugador completo, un futbolista todoterreno, el primer jugador total de la historia. En Di Stéfano se daba una circunstancia que no ha exhibido ningún otro jugador: era capaz de robar el balón al contrario en su propia defensa, iniciar la jugada de ataque, distribuir el juego, dar un pase letal y, sin que nadie fuera capaz de explicar cómo lo hacía, marcar él mismo el gol en la jugada que había iniciado apenas hacía unos segundos. Delantero letal y voraz, rematador nato, era también constructor, ladrón de balones, último defensa y primer atacante y, sobre todo, un líder con mando en plaza. Un jugador de bandera especialmente dotado para el juego colectivo, pero con una cualidad impagable: era absolutamente imparable en el uno contra uno. Un individualista con corazón de león. Un llanero solitario que hacía más grande a los equipos de los que formó parte.
«LA MÁQUINA», SUS ÍDOLOS
Así fue desde siempre, desde que comenzó a jugar al fútbol en los pequeños equipos de chavales con los que arrasaban en los partidos que se jugaban de sol a sol en las calles de Buenos Aires. En River ingresó en 1944. Seguramente, para el joven Di Stéfano aquello era ya el máximo. Eran los años de Loustau, Pedernera, Moreno, Muñoz y Labruna, la legendaria delantera de La Máquina, un conjunto imbatible.
Di Stéfano aprendió mucho de ellos. Para él, siempre fueron los mejores. Apenas llegó a jugar algunos partidos con alguno de aquellos cinco monstruos, pero fue suficiente para recibir un auténtico compendio de lo que debe ser un futbolista sobre el terreno de juego. Un código ético de comportamiento que el argentino siempre llevó consigo, allá donde jugara. Para Di Stéfano, el fútbol era un deporte con reglas, algunas de ellas escritas y otras sobreentendidas pero, en todo caso, universales y aceptadas por todos. Seguramente por ello, tras jugar apenas setenta partidos en la Primera división argentina, no «tragó» con las condiciones que los clubes imponían a los jugadores y formó parte de la huelga salvaje que a punto estuvo de desmantelar el sistema de competición en Argentina.
Di Stéfano salió para Bogotá en 1949 y ya jamás volvió a jugar para un club argentino. Con la selección tampoco lo volvió a hacer. Por ello, el rol que jugó con el combinado albiceleste nunca fue esencial, a pesar de la Copa América que ganó en 1947, y en el que Di Stéfano fue el segundo goleador del torneo al firmar seis goles.
Con ese bagaje, como un hombre ya curtido y una trayectoria contrastada llegó a Madrid. Era el verano de 1953 y el club llevaba desde 1933 sin ganar el campeonato de Liga. En esas dos décadas de sequía, los títulos del campeonato español se los habían llevado el Barcelona (5), Atlético de Madrid (4), Athletic Club y Valencia (3), Betis y Sevilla. Seis clubes. El Real Madrid, en cambio, nada. Di Stéfano cambió esa dinámica de forma radical. En las once temporadas en las que vistió de blanco, el Madrid ganó ocho Ligas y una Copa, entonces del Generalísimo. Un bagaje sensacional que, sin embargo, palidece ante lo que se vivió en el continente, donde el club conquistó las primero cinco ediciones que se organizaron de la Copa de Europa, y puso la guinda con la primera Copa Intercontinental, ante el Peñarol de Montevideo uruguayo.
El comienzo del cuento de hadas está fechado el 23 de septiembre de 1953, en un partido que el Madrid perdió ante el Nancy francés. Cuatro días después, se produjo el debut oficial ante el Racing de Santander. Ese partido marca el comienzo del renacimiento blanco y el inicio del mito del Madrid de Di Stéfano, considerado como uno de los equipos más grandes que jamás han pisado un terreno de juego. Su debut cambió de forma definitiva el rumbo que hasta ese momento tenían tanto el fútbol español como el europeo.
LOS CABALLEROS QUE JUGARON JUNTO A ÉL
Las cifras de Di Stéfano en el Paseo de la Castellana son mareantes. Jugó quinientos diez partidos oficiales con la camisa blanca; marcó cuatrocientos dieciocho goles; llegó a hacer veintiocho tripletes —todavía no se habían «inventado» los hat-tricks— y, sobre todo, fue la cabeza visible, el mejor jugador del extraordinario Madrid que no perdió ni una sola eliminatoria de Copa de Europa entre 1955 —un camino que comenzó con el Servette suizo— y septiembre de 196o, cuando el eterno rival, el Barcelona, logró una proeza sin igual: eliminar al Madrid tras empatar a dos en la ida y ganar 2-1 en la Ciudad Condal. Aquello fue un terremoto futbolístico sin precedentes. Durante los cinco años anteriores, el fútbol en Europa habló el idioma que quisieron los jugadores del Real Madrid.
Di Stéfano era el jefe pero, junto a él, hubo siempre una generación formidable de jugadores. En la primera Copa de Europa se ganó al Stade Reims de Raymond Kopa en París con un equipo en el que jugaban futbolistas como el meta Alonso, Marquitos, Lesmes, Zárraga, Joseíto, Rial y Gento. Son los pioneros de la leyenda y la base de todo el proceso triunfal. La segunda Copa de Europa se levantó ante la Fiorentina. A ese Madrid ya se había incorporado Kopa, fichado al Stade de Reims.

En la Tercera, ganada ante el Milan en el estadio Heysel de Bruselas, se habían incorporado Santisteban y Santamaría; la Cuarta, de nuevo ante el Stade Reims, el viejo rival de la primera final, ya fue una edición con el inmenso Puskas en la plantilla; mientras que la Quinta, la del mejor partido de la historia según la BBC, jugado en Glasgow ante el Eintracht de Fráncfort, fue la del memorable 73. El cénit del Madrid de Di Stéfano.
La guinda de todo este proceso fue la Copa Intercontinental, otra competición recién creada y que pareció formulada especialmente para el Real Madrid. El duelo contra el Peñarol, un gigante sudamericano, fue todo un acontecimiento. El Madrid levantó la copa de campeones del Mundo en un partido de vuelta en el que fulminaron a los charrúas con un 5-1 que coronó definitivamente a la entidad como el mejor equipo del planeta. Sin discusión. Ese es el legado de Di Stéfano. Un hombre que llegó al Real Madrid cuando el club llevaba más de dos décadas sin ganar una Liga; que había flirteado incluso con el descenso a mediados de los años cuarenta y que, cuando dejó el club para jugar sus dos últimas temporadas en el Espanyol, era no ya el mejor equipo de la época, sino que había sentado las bases para ser considerado el mejor club del siglo XX. Di Stéfano fue el artífice de ello. Si él mismo ha sido el mejor del mundo es una cuestión que el propio Di Stéfano responde con su mítica flema argentina: «¿Pelé, Maradona o yo? Pedernera, Loustau, Muñoz, Moreno o Labruna. Elija uno de entre esos cinco». Así fue Di Stéfano. Un genio que nunca se dio importancia. Un gigante del Real Madrid que siempre guardó un hueco en su corazón para su River Plate, el equipo en el que aprendió de los más grandes de su época que el fútbol es un oficio con reglas. Saeta eterna.
