LA CARRERA DE ZINEDINE ZIDANE ES UNA DE ESAS TRAYECTORIAS QUE BUSCAN LA EXCELENCIA SIN FRENARSE JAMÁS, AQUELLOS QUE DETERMINAN QUIÉNES SON LOS ELEGIDOS PARA FORMAR PARTE DEL OLIMPO DEL FÚTBOL, EL ESPACIO RESERVADO PARA LOS CUATRO O CINCO MEJORES JUGADORES DE TODOS LOS TIEMPOS. PARA UNOS ES EL «QUINTO GRANDE»; PARA OTROS, EN CAMBIO, ENTRA DIRECTAMENTE EN EL PODIO, EN COMPETENCIA DIRECTA CON ALFREDO DI STÉFANO, DIEGO ARMANDO MARADONA, PELÉ Y JOHAN CRUYFF. SIMPLEMENTE, UN GENIO.
Zizou, al que le puso el mote su excompañero en el Girondins de Burdeos y la selección francesa Dugarry, es, simplemente, un genio, el mejor jugador de todos los que se vistieron de corto a lo largo y ancho del mundo entre 1998 y 2006, el tiempo comprendido entre la conquista del Campeonato del Mundo por parte de Francia en su estadio de Saint Denis, con Zidane en el papel estelar que siempre interpretó, y la abrupta retirada de los terrenos de juego como subcampeón del Mundo, tras perder la final del Mundial de Alemania ante Italia, un partido que el crack galo no termino porque el carácter irascible que le atormentó durante episodios esporádicos en una carrera plagada de éxitos y reconocimientos, apareció en el peor momento posible, en el de su despedida, y durante la final de un Mundial, en forma de cabezazo intempestivo a Materazzi.
Lo cierto es que Zidane fue, durante toda su carrera, un hombre con suerte. Sus padres, argelinos de la Cabilia, las tierras de los bereberes, tomaron la decisión de abandonar sus orígenes para comenzar una nueva vida en París, la capital de la metrópoli, poco antes de que estallará la guerra de Argelia, y que terminó significando la independencia del país magrebí. Para entonces, los Zidane ya estaban asentados en Marsella, a orillas del Mediterráneo, una urbe que siempre se caracterizó por ser un crisol de culturas. En la antigua Massalia convivían miles de descendientes de italianos, griegos, armenios, nietos de rusos que habían huido décadas antes de la revolución bolchevique y decenas de miles de magrebíes, sobre todo argelinos. En la Marsella de los años sesenta no se preguntaba el origen a nadie. Era una ciudad abierta, el ecosistema ideal para que una familia con pocos recursos que intenta ganarse la vida en un país desconocido pudiera salir adelante. Sus padres, Ismail y Malika Zidane lo vieron nacer en el modesto y humilde barrio de La Castellane, uno de los más populares de una ciudad que siempre mira el mar y vive con pasión el fútbol.
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ZINEDINE YAZID ZIDANE, MARSELLA (FRANCIA)
Zidane se crió en ese ambiente humilde y cosmopolita, los suburbios de las grandes ciudades francesas, pobladas de toda una generación de hijos y nietos de emigrantes que habían llegado a Francia buscando un futuro mejor y se encontraron con las puertas cerradas. Para Zizou las calles de La Castellane no fueron una condena, sino una oportunidad para vivir una vida mucho mejor a través del juego que empezó a practicar en el equipo del barrio y que se había convertido ya en una obsesión cuando Jean Varraud, scouting del As Cannes, le echó el ojo jugando con el US Saint Henri. Varraud vio en el chico de técnica desorbitada y movimientos impropios de un futbolista de su edad un auténtico diamante en bruto. Le ofreció una prueba en la cantera del modesto club de la Costa Azul. Zidane, simplemente, asombró. Vivió en la casa de Nicolae Elineau, colaborador de la entidad de la «ciudad del cine» hasta que se consolidó en el primer equipo. Jean Fernández, el entrenador por aquel entonces del Cannes, comprendió pronto que es imposible ponerle puertas al mar y le dio la alternativa en el estadio de Le Beaujoire ante el Nantes. Su buen rendimiento le sirvió para que el presidente de la entidad, Alain Pedretti, le regalara un Renault Clio como premio. Un buen detalle de un hombre que seguramente comprendió muy pronto que retener a aquel prodigio iba a resultar una misión imposible para un equipo como el Cannes.
NUNCA JUGÓ EN SU OLYMPIQUE DE MARSELLA
Marsellés convencido, hincha del club del Velodrome, al que acudía domingo tras domingo para ver en acción a su gran ídolo, Enzo Francescoli, Zinedine Zidane nunca pudo vestir la camiseta del equipo de su infancia. Su tempranero fichaje por el Cannes lo impidió.
El Olympique de Marsella dejó escapar al mejor futbolista de la historia de Francia y uno de los cinco más grandes de todos los tiempos cuando lo tenía sentado en sus gradas todos los domingos. Un error garrafal que, de seguro, hubiera cambiado radicalmente la historia del club.
EXPLOSIÓN COMO PROFESIONAL
Poco después, Zinedine hacía las maletas y fichaba por el Girondins. Había llegado el momento de la explosión. Los cuatro años que firmó en Burdeos fueron sensacionales. Su puesta de largo internacional fue durante la Copa de la UEFA 95-96. Un gol desde el centro del campo al Betis en el Benito Villamarín fue la primera prueba de que en el estadio Jacques Chaban-Delmas se estaba gestando un genio.
Ese Girondins llegó hasta la final de la tercera competición europea. No pudo con el Bayern de Múnich, pero el escaparate internacional le valió a Zidane para el dar un salto definitivo en su carrera y firmar su primer contrato de peso con uno de los grandes clubes del fútbol europeo: la Juventus de Turín.
En Delle Alpi, Zinedine se encontró con un grupo de futbolistas muy hecho y con una enorme calidad en sus botas: el mejor Alessandro Del Piero de su carrera; Didier Deschamps, con el que viviría los mejores momentos de la historia de la selección francesa; Edgar Davids, Inzaghi o Paolo Montero, una auténtica constelación de peloteros y gladiadores que llevó a la Vecchia Signora a la disputa de tres finales de Copa de Europa consecutivas, ganando una de ellas, y la conquista de una Copa Intercontinental ante River Plate.
La victoria en Tokio tuvo un gran significado para Zizou: ese día pudo jugar contra su gran ídolo, el uruguayo Enzo Francescoli, el hombre al que había admirado desde las abarrotadas gradas del Velodrome y en cuyo honor bautizó al primero de sus hijos con su nombre. El trofeo de campeones del Mundo no se pudo comparar con la camiseta del uruguayo, que Zidane se llevó a su casa.
EL MÍTICO GOL DE LA NOVENA EN GLASGOW
A pesar del éxito «intercontinental», en la Juve aprendió a perder, a digerir grandes decepciones. La primera fue la derrota en la final de la Copa de Europa de 1997, ante el Borussia de Dortmund; la segunda, al año siguiente y en la misma máxima competición, ante el Real Madrid en el Amsterdam Arena. En ambas ocasiones, la Juventus llegó al último partido con la vitola de gran favorita y, en los dos casos, perdió.
Para Zidane, la Copa de Europa se convirtió en una gran obsesión, una enorme espina que no pudo quitarse hasta cuatro años más tarde, ya vistiendo la camiseta del Real Madrid. Y lo hizo a lo grande, como solo pueden hacer los elegidos para la gloria. Los miles de hinchas que abarrotaban Hampden Park, el escenario escocés testigo de algunos de los mejores momentos de la historia del Real Madrid, contemplaron admirados, la fabulosa volea que Zizou enganchó a pase desde la banda de su compañero Roberto Carlos. El memorable trallazo entró por la escuadra defendida por Jorg Butt, el cancerbero del Bayer Leverkusen, testigo privilegiado de uno de los mejores y más decisivos goles de la historia del fútbol.
Los libros de magia aseguran que los grandes hombres suelen serlo porque sacan lo mejor de sí en momentos únicos, instantes en los que cualquier otro mortal suele achicarse, los «elegidos» siempre guardan un as en la manga. Y eso es lo que hizo Zidane esa noche escocesa en la que el Real Madrid ganó su novena Copa de Europa y lo que había hecho cuatro años antes, el 12 de julio de 1998, en París, en la final de la Copa del Mundo que enfrentó a Francia y Brasil.
Les Bleus jugaban en casa el día que todos los franceses habían estado esperando donde toda su vida. Zidane había decidido que esa noche de verano en la ciudad del Sena iba a ocurrir algo muy grande. Francia apabulló a Brasil con un contundente yo. Zidane marcó dos goles, ambos de cabeza. La Marsellesa, la música que los revolucionarios marselleses, la ciudad natal del astro galo, elevaron a la categoría de himno de toda una nación, resonó para conmemorar el primer título de campeón del Mundo para un país que había amagado con algo grande en los torneos de Suecia-58, España-82 y México-86, pero que nunca había llegado a dar el golpe definitivo. Y lo hizo de la mano del hijo de emigrantes de la Cabilla argelina, símbolo máximo del modelo de integración y mestizaje que convirtió a la selección francesa en el gran dominador del «planeta fútbol» en los siguientes ocho años, a pesar del descalabro que significó el Mundial de 2002, jugado en Corea y Japón, en el que la selección francesa cayó eliminado en la primera fase del torneo.
El primer capítulo de la historia de Zidane con Les Bleus se había escrito el 17 de agosto de 1994, en un partido ante la República Checa en el que entró al campo en lugar de Martins en el minuto 63. Desde esos primeros renglones hasta su cabezazo postrero a Materazzi hay un «historia interminable» repleta de enormes éxitos y la disputa de todas las grandes competiciones posibles. Zizou jugó con la Tricolor los Mundiales de 1998, 2002 y 2006 con un balance de un título y un subcampeonato, en ambos casos siendo el líder y el eje sobre el que gravitaba todo el entramado de Les Bleus.

Disputó también las Eurocopas de 1996, 2000 y 2004, consiguiendo el entorchado, el segundo de Francia tras el rubricado por la generación de Platini en 1984, en la edición del año 2000, jugada a caballo entre Holanda y Bélgica. Un «gol de oro» de Trezeguet en la prórroga tumbó a Italia y valió el trofeo de campeones de Europa.
Fueron en total ciento ocho las ocasiones en las que Zidane saltó al campo para defender a Francia. Un bagaje espectacular.
«OUI» AL MADRID
Si con Francia todo lo que hizo Zinedine Zidane fue diferente y lo suficientemente potente como para impulsar a los galos a las mayores cotas de éxito, su ascenso definitivo en su particular carrera hacia el cielo futbolístico lo dio al escribir en una simple servilleta de papel la palabra Oui. Fue la escueta respuesta que Zidane escribió en la servilleta que Florentino Pérez, entonces en su primera etapa como presidente del Real Madrid, le pasó a través de una mesa repleta de comensales completamente ignorantes de lo que se estaba cociendo a su alrededor.
La cinematográfica escena ocurrió durante una cena en Montecarlo. En el viaje de ida de la servilleta desde Florentino Pérez en dirección a Zidane iba escrita una pregunta en francés: «¿Quieres jugar en el Real Madrid?». La respuesta afirmativa del genio galo activó lo que poco después se convirtió en la mayor operación jamás vista entre dos clubes para cerrar el fichaje de un futbolista. El Real Madrid terminó pagando a la Juventus de Turín más de setenta y tres millones de euros, récord absoluto en la historia de los fichajes. Florentino pudo presentar el 10 de julio de 2001, en el estadio Santiago Bernabéu, a la joya de su proyecto galáctico. Zidane era la piedra angular sobre la que edificar un Real Madrid estelar.
Zizou, tanto en los momentos de mayor éxito del «plan sideral» del proyecto faraónico de Florentino como en los instantes en los que todo parecía derrumbarse alrededor por el excesivo peso de la púrpura acumulada en un simple vestuario de fútbol, mantuvo la conexión con lo esencial: el balón y el juego. Zidane no perdió el norte. Todo lo contrario. Su momento más alto en el club fue la famosa volea del 15 de mayo de 2002 en Glasgow. A la novena Copa de Europa, el Real Madrid sumó unos meses más tarde la conquista de la Copa Intercontinental ante el Olimpia de Asunción. A partir de ese instante llegó la cuesta abajo de la idea «galáctica» y los sinsabores en el Bernabéu. Zidane, sin embargo, mantuvo el cariño de una grada que siempre le respetó y admiró. Jugadas ‘nade in Zizou como la conocida como «ruleta marsellesa» reconvirtieron a muchos aficionados al fútbol, fueran del equipo que fueran, en exquisitos gourmets.

Cuando Zidane anunció su retirada, el fútbol perdió a uno de sus grandes. Un jugador con una visión de juego y una técnica descomunales, un futbolista con la capacidad de llevar, poner y hacer con el balón simple y llanamente lo que le placiese; un hombre que lo ganó todo, desequilibrante en la sencillez, estético y práctico; que inventó nuevos gestos técnicos, impulsó hasta lo más alto a todos los equipos cuya camiseta vistió y, por si eso fuera poco, logró poner de acuerdo sobre su persona a aficionados propios y ajenos.
A Zidane, por ponerle un pero, solo le fallaba en alguna ocasión su carácter: tranquilo y pausado, un relámpago resonaba con cierta asiduidad en su cabeza y transformaba al genio en el niño que jugaba y jamás se dejaba pisar en las calles de La Castellane. El trueno sonó una vez en el Mundial de 1998, y a punto estuvo de arruinarle su gran momento; y retumbó por segunda vez en su última acción como futbolista en activo, cuando decidió que la mejor forma de saldar las diferencias con un tipo llamado Materazzi, que había hecho una sucia referencia a su hermana, era propinándole un formidable cabezazo en el pecho a falta de pocos minutos para el final del Mundial. Genio y figura.
